ESCRIBIR CON LUZ
“la fotografía se escribe…”
Joan Fontcuberta
Palabras iluminadas
El diálogo –siempre fértil y a la vez complejo-entre el mundo textual y el mundo visual, se remonta al origen de los propios lenguajes artísticos. Desde las ya conocidas palabras de Horacio: “Ut Pictura Poesis”, se han observado muchos grados de simbiosis entre lo textual y lo visual, especialmente a partir de las vanguardias del siglo XX, hasta llegar a nuestro tiempo, en el que este fenómeno se ha convertido en una práctica habitual en el mundo del arte.
En la creación artística contemporánea generalmente hablamos de artes visuales, de lo plástico, de lo icónico, del universo de las formas, y sin duda la imagen prevalece, pero el texto, y por extensión el discurso de lo teórico, son el soporte del entendimiento de muchas de sus producciones. Así, la confluencia en una misma obra de lo icónico con el añadido de lo textual puede reducir o ampliar su interpretación según unas u otras intenciones.
Dentro del panorama de la fotografía contemporánea, existen igualmente numerosos creadores que emplean en sus trabajos letras, palabras, frases, párrafos, y otras formas de representación textual e incluso literaria, con esta doble significación, formal y/o conceptual.
De esta manera, podemos, comprobar que para muchos fotógrafos el texto actúa como un elemento plástico, en el que lo gráfico es más un significante formal que un significado verbal. En otros casos parece que la obra se plantea como una página en blanco en la que el texto inscrito quiere enunciar un contenido más o menos claro y directo. Del mismo, en otras instancias, observamos la presencia de un buen número de ellos que emplean en sus obras palabras, frases, párrafos enteros, con una significación menos formal y más conceptual.
¿Podemos por tanto pensar en la posibilidad de “escribir” una fotografía? Si convenimos en que fotografiar es una suerte de escritura hecha a partir de la luz, tal como su propia etimología indica, tal vez nos estemos acercando a la consumación de esta hipótesis. Y si además constatamos que, en ocasiones, la fotografía despliega sobre el paisaje emulsionado de sus superficies toda una cohorte de palabras, letras y registros textuales, podemos decir entonces que sí es posible una fotografía escrita.
Cali(foto)grafías
Las fotografías de María Romero transitan igualmente por los paisajes textuales de la fotografía escrita, y ese trayecto supone probablemente la seña identitaria más referencial y recurrente de su producción fotográfica. Así, la(s) palabra(s) ocupa(n) un espacio seminal y constante dentro de ella.
Son paisajes construidos a través de un material en esencia mental, como si fueran las estructuras de su propio pensamiento, de sus emociones, de sus deseos, de sus miedos, de sus luces, de sus quimeras, de sus minutos, de sus obsesiones. La presencia del mundo textual transforma esas imágenes fotográficas en algo así como una “cali(foto)grafía”, que requiere para su recepción de un doble código de acción: lectora y, al mismo tiempo, contempladora.
No hay duda de que las palabras la seducen y la poseen con ese poder de seducción y posesión, que se encuentra en su casi mágica capacidad de convertirse en la plasmación física y visible del núcleo más profundo del pensamiento humano: el gaseoso e inasible corazón de las ideas.
Una elevada temperatura manuscrita
Dentro de la constante utilización de estas mecánicas textuales a la hora de elaborar sus fotografías debemos destacar, como una de sus principales señas de identidad creadora, la recurrencia al signo manuscrito.
El empleo de la palabra escrita a mano supone una mayor temperatura de comunicación por parte de su autor, un nivel de recepción más personal, más físico si se quiere, más cercano, en definitiva, a los niveles de corporalidad y de sensorialidad. Es como si pudiéramos sentir su voz y sus mensajes de una manera más completa y profunda.
Al utilizar el texto manuscrito en las fotografías, se consigue evidenciar la intervención directa sobre ellas. El espectador-lector establece con el autor un vínculo más cercano, en el tiempo porque el momento de la lectura se acerca al de la escritura, y en lo afectivo porque el carácter gráfico propio de la escritura actúa como un vehículo más cálido de su pensamiento, como una suerte de firma personal.
Del mismo modo, al recurrir a la acción de escribir a mano, es decir, al emplear un texto creado por el propio autor, y no impreso, se nos quiere transmitir la idea de que la forma, la visualidad de la escritura, también forma parte del mensaje. La aproximación espacial del texto a la imagen, así como el hecho de que sea manuscrito, pretenden ayudar a crear en la mente del lector la ilusión de unidad íntima de la visión de la imagen y de las letras, de que se fusionen en la mente del lector-espectador en una única experiencia estética.
En el caso concreto de las fotografías de María Romero concurren igualmente estas mismas circunstancias. Así, su temperatura manuscrita alcanza un elevado nivel, tanto desde una perspectiva formal como desde otra más propiamente conceptual. El papel fotográfico se convierte en una especie de lienzo en blanco, o aún más deberíamos decir, en una página en blanco, sobre la que sedimentar las palabras y las frases como si se tratasen de capas estratigráficas de comunicación y escritura.
La tinta se desplaza sobre sus superficies como un oscuro viajero, depositando ideas y emociones, de la misma forma que el caminante recorre los blancos caminos del papel. En ese viaje, el concurso de la pluma refuerza el carácter físico y manual de sus escritos, y su recorrido parece dejar en nuestros oídos y en nuestras pupilas su deslizante sonido, como una música textual y también sensual.
Imágenes especulares
Otro rasgo significativo que está asimismo presente en buena parte de sus fotografías es el hecho de emplear dípticos como estrategia de construcción y composición. En ciertos casos, los textos que incluye alcanzan un valor significante tan capital como el de las propias imágenes con las que se relaciona.
Estas gimnasias compositivas la llevan también a desmontar los niveles de jerarquía que habitualmente comporta el uso de elementos duales, de tal manera que con frecuencia los mensajes textuales que incluye actúan como una fiel traducción, que alcanza el mismo valor del componente propiamente visual. Establece así niveles de representación que operan en un ámbito de equidad entre texto e imagen, generando una constante dicotomía de lo visible y de lo verbal.
Esta presencia de lo dual en su trabajo supone en gran medida también un fiel y simétrico reflejo, como una suerte de imagen especular, de ciertos rasgos propios de sus señas de identidad personales, caracterizados por una polaridad doble que le lleva a buscar el alfa y el omega, los dos extremos opuestos -pero a la vez complementarios- de una misma idea o concepto.
Más leve que lo leve
En ocasiones -bastantes más de las que podemos creer-, lo mínimo, aquello que pertenece al minúsculo reino de las pequeñas escalas: las cosas, sensaciones, hechos, deseos, objetos, sueños, personas e ideas que parecen habitar en un singular país de Lilliput, también pueden morar entre nosotros.
Los macrocosmos únicamente alcanzan un pleno sentido cuando los confrontamos y los hacemos dialogar con los microcosmos. Ya los filósofos antiguos encontraron una serie de analogías entre el cuerpo humano y el universo. Según este pensamiento, el ser humano contiene dentro de sí el mismo mapa arquetípico que el universo entero.
Marcel Duchamp, en sus cuadernos de notas, nos habla de un concepto, Inframince, que podría traducirse como infradelgado o infrafino. En realidad, su auténtico significado estaría más próximo a la idea de lo infraleve. Para él sería lo apenas perceptible, lo que es más leve que lo leve: la reverberación de una palabra recién dicha, el aroma del sudor después de un sueño o una pesadilla, el calor de una caricia, la imperceptible huella de una sombra…. La presencia, mínima en su magnitud, pero máxima en su intensidad, de nuestra medida del mundo y de la vida.
Esa fascinada -y fascinante- atracción por lo mínimo, por la pequeña escala, por todo aquello que tiende a habitar un territorio sutil y minúsculo, que -aparentemente- parece despojado de cualquier atributo de importancia o de jerarquía, está también muy presente en las fotografías de María Romero. Una fascinación que cobra cuerpo y espíritu, no sólo en los temas y motivos que agitan su creatividad, sino del mismo modo, en sus formatos y medidas.
De esta forma, la querencia por lo mínimo, lo (infra)leve se materializa asimismo en la pequeña magnitud de sus fotografías. Esta estrategia se halla, sin duda, ligada a una vocación de intimidad, al deseo de proponer al espectador un diálogo de acercamiento y de complicidad. Al acercarnos a estas imágenes, su pequeña escala nos invita y nos incita a una contemplación más cercana, más personal, en definitiva, a un grado de comunicación y de observación que precisara de la privacidad como instrumento fundamental de interrelación sujeto/objeto.
La repetición como una de las Bellas Artes
Por otra parte, en su empleo de elementos textuales debemos asimismo dejar constancia de otro rasgo muy significativo y personal: el sentido de repetición con que los envuelve y enmarca, y que está siempre vinculado a la propia elaboración-acción con la construye sus fotografías. Con frecuencia, esos textos se repiten varias veces dentro de una misma obra.
Esta voluntad reiterativa no supone una merma de su potencial expresivo; todo lo contrario, con esa estrategia pretende potenciar la razón de ser y la pertinencia de los mensajes que nos envía. La repetición de textos y palabras actúa -según sus propias palabras- como un mantra, como un acto constante de reiteración, posiblemente como la acción nuclear de un rito de iniciación que permitiese al espectador penetrar en sus más profundos arcanos.
Francisco Carpio